El gran alcázar de Medina Azahara estaba organizado para acoger, no solo a la corte omeya sino a las múltiples embajadas que llegaban a la ciudad palatina para entrevistarse con el Califa. De hecho, autores como Ibn Idari o Ibn al Faradi cuentan que en el alcázar había unas cuatrocientas casas para alojamiento del Califa, su corte, su servicio y, por supuesto, visitantes ilustres. Reyes, califas, emisarios, artistas y literatos ansiaban ser recibidos en la opulenta ciudad de Abd al Rahman III.
Diferentes cronistas nos han dejado constancia de la llegada de innumerables embajadas a la ciudad omeya: quiénes eran, cuál era el motivo de su visita, cómo fue el protocolo, cuánto tiempo fueron alojados en el Alcázar… Todo parece indicar que la primera gran embajada que fue recibida en Medina Azahara fue la del emir idrisí del Norte de África Muhammad en el otoño de 944.
La historia que vamos a relatar en esta ocasión comienza en tierras cristianas, donde, en 956, Sancho I se convirtió, por derecho propio, en Rey de León. Sin embargo, el nuevo monarca contaba con una debilidad física que le hacía prácticamente imposible ejercer su cargo: una tremenda gordura. Su obesidad, según relatan las fuentes, le impedía, entre otros aspectos, montar a caballo y casi ni podía caminar. Por esta razón, en 958, una conjura de nobles leoneses y castellanos lo destronó y puso en su lugar a su primo Ordoño IV, llamado “El Malo”. La vida de Sancho corría peligro y se refugió en Pamplona bajo la protección de la reina Toda de Navarra, su abuela.
La reina Toda, una de las grandes personalidades del medievo español, se impuso como meta devolver a su nieto al trono leonés. Para ello, no dudó en pedir ayuda a su sobrino, el todopoderoso califa de al Andalus Abd al Rahman III, con el que guardaba buenas relaciones personales y diplomáticas. Ambos monarcas estuvieron de acuerdo en que si Sancho quería recuperar su corona debía adelgazar y “ponerse en forma”. La persona indicada para organizar la dieta y los ejercicios fue el médico personal y persona de máxima confianza de Abd al Rahman III, el judío Hasday ibn Shaprut. El mejor lugar para realizar tamaña proeza no era Pamplona sino la mismísima joya de la corona del califato omeya: Medina Azahara.
En el año 958 la corte leonesa, con Sancho y Toda, a la cabeza fue recibida con toda la pompa acostumbrada en la corte de Medina Azahara; les asignaron unas dependencias acordes con su categoría en el alcázar y comenzó el largo proceso de adelgazamiento. Durante el año largo que duró el tratamiento, Sancho recibió cuidados y atenciones de lo más curioso. Cuentan que Shaprut encadenó al rey a una cama y que mandó que le cosieran la boca para que sólo pudiera comer mediante una pajita. Durante cuarenta días sólo se alimentó de infusiones de diverso tipo. Esta dieta “de choque” le produjo vómitos y diarreas por lo que el proceso se aceleraba. De igual manera, la visita a la sala caliente de los baños era casi diaria con la finalidad de hacerlo sudar. En el hamman también le daban masajes para disminuir la flacidez de la piel. Todo se combinó con ejercicios físicos cada vez más exigentes.
Un año en la corte omeya convirtió a Sancho en un hombre fuerte y cultivado, dispuesto a recuperar su trono. En 959, un ejército mixto de pamploneses y cordobeses se encaminó hacia tierras castellanas. El rey fue rindiendo ciudades a su paso hasta llegar a la capital. Ordoño IV huyó a Asturias y Sancho fue, de nuevo, coronado.
Durante unos años, la alianza entre leoneses y musulmanes fue eficaz. Más tarde, volvieron las aguas a su cauce. El suceso del rey leonés que recuperó su corona gracias a las atenciones y a los avances médicos de al Andalus, es un claro ejemplo de las relaciones protocolarias existentes durante toda la Edad Media española entre los líderes cristianos y musulmanes.
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Recomiendo “El viaje de la Reina” de Ángeles de Irisarri, donde se narra esta historia.