Esta entrada de blog se la dedico a todos mis compañeros historiadores y arqueólogos y a los que están en ello. ¡Va por ustedes! (así, en plan torero).
El otro día escuchando un podcast sobre la saga de Indiana Jones, descubrí cómo surgió la idea para la primera película. Estando Steven Spielberg y George Lucas de vacaciones en una islita soleada, el primero le dijo al segundo que estaba deprimido, que su última película no había salido bien y que le apetecía hacer algo a lo grande en plan palomitero, una de James Bond. Lucas le dijo a su amigo que tenía algo mejor que James Bond, y era un James Bond arqueólogo. A Spielberg no le hizo falta nada más para interesarse en el proyecto y se lanzaron de lleno. Bien, rebobinemos un poco: un James Bond arqueólogo. Antes de que Indiana Jones entrara en nuestras vidas, si alguien pensaba en un arqueólogo, lo último que pensaba es que pudiera hacerse una película trepidante acerca de un arqueólogo. Es más, me atrevería a decir que muchas personas al pensar en Indiana Jones, lo último que recuerdan es que el personaje fuera arqueólogo. Y sin embargo, lo era, y nos ha entretenido, divertido, asustado y hasta enamorado.
Siendo guía de turismo acabas aprendiendo a ver tu ciudad como un turista, es decir, mirando hacia arriba, fijándote en los tejados hasta el cielo y descubrir instantáneas en rincones que conoces de toda la vida y que te habían pasado desapercibidos. Pero al tiempo que te vas formando y documentando descubres que ha habido Indianas durante años estudiando lo que hay o aparece bajo nuestros pies y a los que hay que agradecer que sepamos cada vez más sobre nuestro pasado. A fuerza de ir a congresos, conferencias o leer publicaciones, empiezan a sonarte nombres de investigadores, de profesores, de historiadores, de especialistas, e incluso empiezas a ponerles cara y hasta te cruzas con ellos por la calle en ocasiones.
Nuestros Indianas no son Harrison Ford ni suelen tener esa sonrisa pícara, pero ahí están, entre nosotros. Al tiempo que vemos nuestra ciudad con otros ojos, no es raro encontrarse con uno de esos especialistas en la Puerta de San Sebastián con un grupo de estudiantes explicándoles la puerta más antigua de la Mezquita, o te cruzas con un grupo de arqueológos que después del desayuno vuelven “a la obra”, o que el profesor de la universidad al que fuiste a ver a una conferencia se está fumando un cigarro en la puerta de la facultad entre estudiantes y turistas, o que el autor de cierto libro que tienes en casa y que te resulta tan interesantísimo de repente pase a tu lado mientras vas con tu grupo de visitantes y no puedes pararlo todo para pedirle un autógrafo. De hecho, nos habremos cruzado con arqueólogos sin saberlo, aparte de que porque ni llevan sombrero ni látigo, porque en muchas ocasiones se encuentran camuflados entre los trabajadores de una obra. Todos los bloques nuevos con piscina y espacios comunes que se están extendiendo por Poniente, han necesitado a uno en caso de encontrar restos, que no han sido pocos precisamente. O incluso cuando se abren calles como pasa últimamente en la zona de la judería para la mejora del suministro de agua, en las que el arqueólogo está con su chalequito reflectante como uno más entre tierra y adoquines levantados.
Así los hay que están en el terreno, los que estudian, analizan y publican (esa parte de la vida de Indi habría sido bastante menos entretenida que las tres primeras aventuras que tuvo), y también los que transmiten todo eso por cualquier tipo de medio, ya sean docentes, divulgadores, intérpretes o guías. Sin ir más lejos, hace unos días, en la Noche de los Investigadores celebrada en el rectorado (la Veterinaria de toda la vida), donde uno imaginaría físicos, biólogos o astrofísicos, también hubo lugar para que un grupo de historiadores, incluyendo a nuestro compañero Juan Varela, mostrara a todo el que se quisiera acercar, lo complejo que resulta seguir las instrucciones de antiguas recetas para medicinas o platos donde no constan las cantidades y hay que jugar a ensayo y error, o lo interesantísima que resulta la paleografía, es decir, la técnica para leer antiguos documentos o textos, porque por sorprendente que le parezca a las nuevas generaciones, aún hay muchísimos legajos sin digitalizar y hay que acudir a las fuentes originales, o cómo funcionan los molinos hidráulicos incluyendo una maqueta de una noria como la de la Albolafia.
Así que desde aquí les doy las gracias a todos porque de una manera o de otra, su labor redunda en que conozcamos un poquito mejor nuestra historia en general y nuestra ciudad en particular, y que estas líneas sirvan para poner el foco sobre esos trabajadores invisibles y apasionados que nos ayudan a los demás a transmitir parte de todo ello día a día.
[magicactionbox id=”11191036″]Guía de turismo y licenciada en Traducción e Interpretación
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