A lo largo de su vida, algunos molinos harineros como los de San Rafael, la Alegría y, sobre todo, Carbonell, llegaron a convertirse en auténticas fábricas de harina provistas de modernas turbinas y maquinaria. También hubo numerosos batanes en distintos molinos (en Lope García, Carbonell, Martos, Albolafia, Pápalo, San Antonio, Alegría y Casillas) aunque este tipo de instalaciones fueron desapareciendo a lo largo de los siglos XVIII y XIX, de hecho, los últimos batanes que se utilizaron fueron los del molino de Martos, que continuaban siendo arrendados a mediados del siglo XIX. Curiosamente, sólo uno de ellos, el de San Rafael, fue construido como molino de papel en 1810 y utilizado como fábrica papelera hasta 1830 o 1840, aunque posteriormente pasó a ser utilizado como fábrica de harinas del Ministerio de la Guerra para los distintos destacamentos militares establecidos en Córdoba, siendo finalmente reconvertido en central hidroeléctrica llegado el siglo XX junto con el de Casillas que fue la central donde se generó el alumbrado y la fuerza eléctrica de la capital hasta los años 50 del pasado siglo XX.
Por lo que se refiere a su gestión y explotación durante la Edad Media y los siglos modernos (hasta la primera mitad del siglo XX), todos ellos fueron propiedad de la Iglesia de Córdoba (es decir, del Cabildo de la Catedral, caso del molino de Lope García, algunos de los que existieron en la parada de San Julián frente al molino de Martos, o el de Don Tello – Albolafia), de instituciones religiosas (como el convento de Santa Inés, que poseía algunas de las instalaciones desaparecidas en la parada de San Julián, o el de Jesús y María, propietario del molino de Enmedio hasta mediados del siglo XIX) y de miembros de la nobleza y oligarquía local, de linajes como los Cabrera (el de San Antonio), los Góngora, luego marqueses de la Puebla de los Infantes(el de Casillas) y los condes del Portillo (el de Pápalo). Durante esos siglos, nobles y eclesiásticos fueron los encargados de mantener las buenas condiciones de uso de presas y molinos, arrendando dichas industrias para su explotación económica a los molineros, pelaires y otros oficios encargados del trabajo en su interior. Y debemos indicar que fueron instalaciones muy rentables que, pese a los gastos generados por su mantenimiento (desperfectos, riadas), fueron objeto de deseo por parte de todas esas instituciones rentistas del Antiguo Régimen. En particular, las aceñas harineras y los batanes generaron sustanciosas rentas a sus propietarios en esos siglos. El funcionamiento de los molinos harineros, batanes y otras industrias de las que empleaban la energía hidráulica comenzó a verse comprometido cuando, desde mediados del siglo XIX, dos factores vinieron a incidir en provocar en ellos una profunda transformación. El primero fue el cambio brusco en su propiedad que representaron los procesos de Desamortización emprendidos por Mendizábal y Madoz entre 1836 y 1855; durante esos años, los viejos propietarios, tanto miembros de la Nobleza como instituciones eclesiásticas, perdieron la propiedad de dichas instalaciones y –salvo algún caso aislado, como el del Conde del Portillo, que siguió siendo dueño del molino de Pápalo— fueron sustituidos por particulares pertenecientes a la burguesía adinerada que invirtieron su dinero en estas industrias para obtener de ellas un nuevo rendimiento económico. Pero a la par se producía un segundo y más importante cambio: la aparición de nuevas fuentes de energía y la aplicación industrial de las máquinas de vapor y de la energía eléctrica a las actividades industriales que tradicionalmente habían hecho uso de la energía hidráulica (batanes textiles, molinos de harina, fabricación del papel).
Pese a los esfuerzos inversores de los nuevos propietarios y la transformación de muchos molinos en “fábricas modernas” – como se las denominaban entonces—, los molinos fueron perdiendo atractivo respecto de las industrias que funcionaban ya con vapor o fluido eléctrico. Los molinos de harina intentaron transformarse en fábricas de harina, impulsadas por turbinas y cilindros (como en el caso del molino Carbonell) pero fueron abandonando progresivamente su uso; quedando únicamente en funcionamiento a mediados del siglo XX la fábrica de harinas “Santa Cándida”, instalada en el molino Carbonell, y la central eléctrica de Casillas. El resto de molinos fue dejando de trabajar y sus piedras progresivamente fueron deteniéndose en los años posteriores a la Guerra Civil.
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