El 29 de junio de 1236, el rey Fernando III (El Santo) entraba en Córdoba. Después de firmar la capitulación de la ciudad, la población musulmana fue expulsada y las tropas cristianas tomaron propiedad de viviendas y tierras. Tan pronto terminaron las celebraciones, se dieron cuenta que el principal problema era la escasez de víveres. Dada la falta de mano de obra agraria, muchos nobles se volvieron a sus ciudades de origen. En Córdoba dejó el rey Fernando a unos 1000 pobladores entre caballeros y peones que pudieron subsistir con las vituallas que les habían dejado. Sin embargo, la fama de la riqueza y la agricultura de Córdoba se había extendido por toda la Península, lo que provocó la llegada de gentes de todas partes en masa hasta el punto que había más habitantes que casas. Se asentaron en Córdoba gentes procedentes del reino de León, Toledo, Talavera, Burgos y de la ribera de Navarra y del reino de Castilla. A pesar de todo ello, hubo que reclutar mano de obra especializada entre los musulmanes a partir de 1240.
Dada la escasez de víveres, urgía conquistar las tierras fértiles de la Campiña y sus campos de cereal. Entre 1239 y 1240 se ganaron las plazas de Écija, Estepa, Almodóvar, Luque, Lucena, Setefilla, Santaella, Moratalla, Hornachuelos, Rute, Montoro, Aguilar, Benamejí, Zambra, Osuna, Baena y Zueros; precisamente, por el desconcierto que produjo en los musulmanes la rendición de la capital, unido a la disgregación política de al-Andalus.
La llegada de los nuevos pobladores a Córdoba permitió la ocupación de casas, el arreglo y utilización de molinos harineros y el cultivo de tierras cercanas; aunque esto no se hizo de inmediato, sino que hubieron de pasar algunos años. El reparto de viviendas y tierras de cultivo se desarrolló de acuerdo con la junta de partidores, que dividieron la ciudad en 14 parroquias; siendo los caballeros y los ciudadanos libres (mercaderes y artesanos) los primeros en recibir sus propiedades. Hubo además varias fincas que no se dieron; entre ellas, La Arruzafa (antiguo palacio del emir Abderrahman I); Córdoba la Vieja (llamada así Medina Azahara, palacio de Abderrahman III); y el Alcázar musulmán con sus huertas y jardines (actual Palacio episcopal hasta Caballerizas Reales).
A los judíos, que llegaron junto con los cristianos en 1236, se les asignó una parte pequeña de la ciudad entre la Puerta de Almodóvar y la Catedral; lugar donde se les permitió construir sus sinagogas y que fue conocido, desde primer momento, como Judería.
En 1241 el propio rey estuvo en Córdoba y dispuso los repartos de tierras, molinos y grandes casas a aquellos que aún no lo habían recibido. Algunos de estos merecedores habían muerto en este intermedio y fueron sus hijos quienes heredaron. También ese mismo año, el rey otorgó agua y tierras a los conventos de San Pablo y San Pedro. Las conducciones de agua y su mantenimiento debían ser cargadas a las rentas cobradas a judíos y musulmanes autorizados a vivir en la ciudad. Hasta ese año no se desarrolló una ganadería adecuada dentro del término de la ciudad, lo que forzó a algunos caballeros a pedir tierras al norte, en la zona de serranía, para mantener el ganado; así que el rey amplió los límites de Córdoba hasta Obejo, Villaharta, El Vacar y Espiel.
Algunas de las fincas que se repartieron han conservado el mismo nombre hasta nuestros días, siendo muy conocidas el Cortijo del Judío, El Camello, El Fontanar, Guadalcázar, Cortijo de la Reina, Fernán-Núñez, Torre Abentojil, Teba, Las Quemadas, Cortijo del Chanciller, El Montón de la Tierra, etc…
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Historiador, Arqueólogo e Intérprete del Patrimonio
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