Cuando Medina Azahara fue abandonada, destruida y expoliada no sólo desaparecieron los vestigios materiales de la gran obra de Abd al Rahman III, también su nombre cayó en el olvido. Durante cientos de años las ruinas de la que fuera la joya de la corona del Califato Omeya de Córdoba carecieron de nombre, de identidad. El proceso de recuperación ha sido largo y lleno de altibajos.
Cuando en el verano de 1236 el rey castellano Fernando III tomó Córdoba, el solar donde siglos atrás se alzó la gran Medina Azahara no era más que un campo de ruinas; una escombrera; un espacio al que se le podía obtener una cierta rentabilidad mediante la reutilización de los miles de sillares, ladrillos, tejas y piezas de mármol que se extendían a través de una centena de hectáreas. La reutilización masiva, previo permiso de la autoridad competente, del material arquitectónico se puede comprobar en los muros de dos insignes edificios cordobeses de los siglos XV y XVI: el cercano monasterio de San Jerónimo de Valparaiso y las Caballerizas Reales. La llamada por aquel entonces “Córdoba la Vieja” dependió primero de la Corona y, más tarde, del Concejo de Córdoba.
Muy probablemente, la primera persona en percatarse de la importancia de los restos de Medina Azahara fue Ambrosio de Morales. El insigne humanista, historiador y arqueólogo cordobés fue miembro de la comunidad de San Jerónimo durante unos años a mediados del siglo XVI. Quizás fue la observación diaria de las ruinas lo que le llevó a interesarse por las mismas. En su obra de 1575 “Las antigüedades de las ciudades de España” consideraba que se encontraba ante los orígenes de la ciudad de Córdoba, la fundación de Claudio Marcelo del siglo II a. C., la primitiva Corduva.
Más atinado estuvo en 1627 Pedro Díaz de Ribas quien opinó que los hallazgos en “Córdoba la Vieja” eran de construcciones de carácter árabe. Incluso se atrevió a proponer que pertenecían a un palacio de la época de Abd Al Rahman III. Los eruditos locales del XVIII (el Padre Ruano o Antonio Ponz) simplemente siguieron la línea planteada por Ribas.
Sin lugar a dudas, el siglo XIX resulta clave en el “descubrimiento” de Medina Azahara. Los inicios del arabismo moderno y la traducción de los escritos de autores como al Maqari o Ibn Irabi favorecieron la correcta adscripción de los restos. Fue el historiador asturiano Ceán Bermúdez quien acabó por confirmar que aquellas “piedras viejas” que tanto atraían a propios y extraños eran la famosa y mítica Medina Azahara. Desde entonces, investigadores, arqueólogos, viajeros románticos y eruditos de todo el mundo han ido aportando su granito de arena para redescubrir la “Ciudad Brillante” de Abd al Rahman III, el Califa omeya de al Andalus.
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