Cuando hace unos meses me planteé realizar una entrada en nuestro blog sobre la plata, no lo pensé bien. Opté por este tema porque cómo no hablar de la platería en Córdoba si encaraba una serie de artículos sobre distintas disciplinas artesanas (como el de hace unos meses sobre el cuero). Conforme se acercaba la fecha de la entrega dudaba más sobre cómo afrontar el tema: ¿centrarme en la archiconocida filigrana?, ¿hablar sobre el gremio de plateros?, ¿hacer mención a San Eloy?, ¿ubicar en el plano de la ciudad dónde se concentraban estos artesanos?, ¿homenajear la custodia de Enrique de Arfe que cumple en este 2018 sus primeros quinientos añitos y hace tres semanas procesionó lozana y reluciente como el primer día? Sin despreciar ninguna de esas propuestas para, quizás, futuras entradas, acabé decantándome por la opción que me resultaba más familiar y que despertaba en mí más cariño: el mismo taller de joyería.
Qué mejor ejemplo sobre la relación de la plata y de la joyería en nuestra ciudad que el hecho de que muchas personas conozcan o hayan vivido de cerca esa realidad, sabiendo que tal familiar es fundidor, que tal otra es pulidora o que tu tío tenía un banco de trabajo en casa. Yo puedo decir que conocí esa realidad de cerca desde muy pequeña y pasé horas en uno de esos talleres de la ciudad.
Desde mi humilde e infantil recuerdo, me viene a la mente un lugar cerrado, sin luz natural, pero inmensamente entretenido para una niña. He tenido que acudir a mis mayores para que pusieran en orden mis recuerdos y así poder hilar un poco mejor los primeros pasos de aquel proceso. La materia prima: la plata. La plata llega en forma de pepitas llamadas granalla, y en un crisol se fundirá (mezclándola a su vez con cobre para poder trabajarla). De ese primer paso recuerdo el estruendo del fuego y que, por supuesto, no había que acercarse a José Antonio cuando estaba fundiendo. Recuerdo el rojo brillante del metal incandescente y de ahí, de su estado líquido, acababa en un molde para tener un barrochín (una barra de plata, vaya). El siguiente paso era hipnótico para mí y llegado a cierto punto, tampoco convenía jugar cerca. Había que estirar poco a poco el barrochín en el laminador para hacer de él un hilo larguísimo en el que si te acababas enrollando, lo más probable es que te llevaras una buena regañina por estar donde no debías. Recuerdo los guantes de trabajo que se iban poniendo negros y con olor a metal. A partir de ahí es cuando la cosa empezaba a tomar forma. Pongamos por caso que hay que hacer alianzas (si nos ponemos a hablar de pergaminos, semanarios, hungarinas o demás piezas, no acabamos), por lo que se enrollará ese hilo en un pértago (guía de metal) a modo de espiral y para que se fije la forma se le volverá a dar fuego. Ah, al pasar por el fuego, el metal se volvía a oscurecer y llegaba el momento de usar uno de los elementos que más me llamaban la atención: el blanquimento. Además del olor fuerte que desprendía (no hay que olvidar que era ácido sulfúrico), recuerdo que lo que yo veía era un líquido azul turquesa en el que se introducía aquella espiral de metal ennegrecido y se le devolvía su color original. Sin embargo, debo hacer un apunte, y es que en mis pesquisas para este artículo he descubierto que aquel líquido nunca fue azul, sino que el cristal de la fuente que lo albergaba era tan grueso, que daba ese efecto. A continuación esa espiral se cortaba longitudinalmente y llegaba el momento de soldar aquellas piezas circulares para obtener alianzas. En ese momento recuerdo a Pedro, siempre con un cigarro cerca, con su forma tan particular de hablar, “soplando” y soldando aquellas piezas. A partir de ahí el proceso seguía limando la soldadura y después venían más pasos que en mi mente ya se entremezclan como redondear (proceso que me fascinaba y que rara vez me dejaron hacer sola por el riesgo de chafarme algún dedo), el torno, pulir, contrastar, lapidar, abrillantar…
De todos aquellos procesos en los que intervenían el fuego, líquidos tóxicos, maquinaria pesada, lijas, trabajo de precisión y refinamiento, había hueco para que una niña pudiera intervenir y aportar su infantil granito de arena en aquella labor. Me encantaba que me dejaran recoger con un cepillo la limalla y el polvo que se generaban al lapidar (tallar) o limar las piezas, porque ojo, esos residuos lejos estaban de acabar en la basura, volvían al crisol y vuelta a empezar. Pero la actividad en la que debí invertir mucho tiempo de muy pequeñita fue clasificando alianzas. Cuando hemos querido comprarnos una alianza o un anillo, hemos probado varios para ver cuál nos ha ido bien, o, según el establecimiento, quizá nos hayan tomado la medida del dedo para ir directos al tamaño adecuado. Pero ¿cómo sabemos de qué tamaño es cada alianza? Pues bien, yo estuve al otro lado. Yo estuve ante cientos de alianzas sin clasificar y con una lastra (o “palo de medir” que lo llamábamos simple y llanamente) confirmaba el tamaño de cada una y las colocaba sobre una tabla de madera dividida en cuadrados con números y juntaba todas las del 18 en el recuadro del 18, todas las del 23 en el del 23, y así sucesivamente.
Y así, las joyas que se adquieren hechas en Córdoba, no sólo son un bonito recuerdo, un fabuloso regalo o el capricho que nos merecíamos, sino que pueden tener el valor añadido de la tradición centenaria en la que hay cabida para una niña que aprendió que el 1 con el 8 era 18.
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Guía de turismo y licenciada en Traducción e Interpretación
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