Para mi última entrada del año voy a volver de nuevo la vista hacia nuestros visitantes porque en la entrada anterior se me quedaron algunos casos en el tintero.
Ya mencioné esos casos emotivos que hacen que se te salten las lágrimas o se erice el vello, pero en otras ocasiones los casos que nos encontramos nos dejan con la boca abierta. A veces el asombro surge de las proezas ante las que nos encontramos. Hace unos años, nuestra compañera Saray guió a un matrimonio mayor y estando en el Alcázar les ofreció subir a las torres. A pesar de la edad avanzada de sus visitantes, éstos no descartaron la opción. La sorpresa llegó cuando él dijo que ya habían subido a la torre campanario y le habían dicho los compañeros que allí se encuentran que había sido el visitante más longevo en subir a ella. La curiosidad se adueñó de Saray, como nos hubiera ocurrido a cualquiera, y osó preguntarle la edad a aquel visitante. Noventa y dos años tenía aquel buen hombre que ni corto ni perezoso no se negaba a seguir culminando cumbres por muchas escaleras que se encontrara. Pero les recuerdo que no iba solo. Su mujer lo seguía igualmente con ochenta y largos con la misma alegría.
En otras ocasiones, el asombro llega en otro formato. Hace unas semanas, llevé un grupo de escolares por Medina Azahara. Todo habría quedado ahí si no hubiera sido porque una de las profesoras acompañantes días después me envió alguna de las redacciones que hicieron los niños. “Algunas personas importantes tenían el suelo de sus habitaciones cubierto de mármol (piedra valiosa)” o “No sé ni cómo hacían todas esas cosas a mano y sin ninguna tecnología” son algunas de las frases que pude leer. Evidentemente, no realizaron grandes disertaciones, eran redacciones de niños de colegio, pero su profesora me recalcó que antes de la visita no sabían nada del yacimiento y que todo lo habían aprendido durante la visita. Algún poso quedó tras mis palabras y la satisfacción surge de ver que no cayeron en saco roto y de haber conseguido que, de alguna manera, estas generaciones criadas entre tecnología hayan descubierto que sin ella tal y como la conocemos hoy, la civilización también avanzó durante siglos.
Como comentaba en mi entrada anterior, la mayor parte de las veces nosotros y nuestra ciudad somos el telón de fondo de la vida de nuestros visitantes el tiempo que permanecen aquí. No ha sido rara la vez que yendo con un grupo en alguna ocasión, alguno de ellos se encontrara con un conocido del pueblo o con un compañero de trabajo por una de nuestras calles y te comenten seguidamente aquello de “este mundo es un pañuelo”. Así, pensé en una ocasión que había pasado algo similar saliendo del coro con un grupo. Una de las chicas que venía parecía ayudar a una señora mayor ajena a nosotros con el teléfono móvil. Pregunté si todo iba bien y me dijeron que sí, aunque a mí me extrañó aquel encuentro. Justo antes de salir del templo, la chica y su hermana, que eran gemelas, me quisieron explicar por qué se habían detenido con aquella señora. Me enseñaron en el móvil una foto. A la altura del crucero se habían dado cuenta de que había otra pareja de gemelas visitando el edificio y no dudaron en pedirles una foto. Y allí quedó plasmando ese cruce de vidas en una foto en la que unas veinteañeras gemelas brasileñas se retrataban con unas abuelitas españolas de pelo blanco. Recuerdo que por un momento pensé que dentro de unos años, cuando ellas peinen canas también, quizá se encuentren con otra pareja de gemelas en otro lugar del mundo y ese instante quedará de nuevo retratado.
Sin embargo, una de las historias más bonitas no se debe a un visitante que fuera conmigo. Cuando estoy realizando una visita y veo basura, no dudo en agacharme y recoger aquello que no debe estar en el suelo como el envase de un zumo en los baños del alcázar o una bolsita de plástico en la sinagoga. Con este afán cívico, hace semanas hice lo propio cuando vi un papel en el suelo al tomar posiciones mientras explicaba la primera ampliación de la Mezquita. Me lo eché al bolsillo trasero del pantalón. Cuando a los dos días fui a poner una lavadora, saqué el papel y lo leí. Era una cuartilla desgastada, amarillenta, salpicada con alguna mancha y al trasluz se aprecia cómo en las marcas de los dobleces el papel comienza a agujerearse. Aunque a modo de título el escrito está encabezado como “Poesía”, parece más una carta de amor que no respeta los márgenes y que inunda la cuartilla de sentimiento sincero y directo sin complejas metáforas ni hipérboles rocambolescas. “Hoy estoy más triste que nunca porque se acerca el día en que me separe de ti (…). No sabes lo que he llorado por no estar a tu lado y lo que seguiré llorado hasta que no estemos juntos (…). Espero que el jueves en el recreo te vengas conmigo y hablaremos. Siempre he deseado que supieras esto, pero no me he atrevido a decírtelo. Tu mejor amiga. JL&I (corazón)”. ¿Se perdió la carta antes de llegar a la persona amada o fue ésta la que extravió la nota? Sólo podemos saber que alguien quiso a alguien y que su secreto me lo encontré entre las columnas milenarias de Abderramán II.
[magicactionbox id=”11191036″]Guía de turismo y licenciada en Traducción e Interpretación
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