Confinamiento, cuarentena, encierro, reclusión, cautiverio, pandemia, apocalipsis… Obviando la incertidumbre y el drama que se nos viene encima, cosa en que prefiero no pensar, lo cierto es que yo salgo al balcón y veo mi calle, habitualmente concurrida y bulliciosa, casi vacía, sin apenas tráfico, aparcamiento disponible, y a lo que me recuerda es a un domingo de verano. Un domingo de verano que se sucede en bucle desde hace semanas. Eso sí, con algunas diferencias. Para empezar, el calor que ha salido de la ecuación afortunadamente. Al principio de todo esto los naranjos estaban en flor (algo del todo irregular por las fechas), y esta mañana he visto de lejos las flores gigantes de un magnolio y cómo las jacarandas ya se ven violetas. Entre semana se ve un pequeño hormigueo de personas que se evitan y que invaden, más aún de lo habitual, la calzada con total impunidad ante la ausencia de tráfico. Me he dado cuenta de que más allá del asfalto, puedo llegar a ver un atardecer sobre la sierra que siempre estuvo ahí pero del que nunca me había percatado en estos años. Pero sin duda el gran descubrimiento ha sido el de mis vecinos. Es curioso porque de mi bloque sólo veo sobresalir las manos y las manitas de las familias que tengo en los pisos inferiores, y por supuesto disfruto la música que ponen e intuyo ese megáfono que deben tener. Sin embargo, a los que sí veo y a los que no conocía son los de enfrente: la que desde el primer día se saca la chuleta para el Resistiré, la familia que no cabe en el balcón aunque sí haya sitio para el gato, los que tienen pájaros y tortugas, los que se ejercitan con garrafas, las que volverán a la Corredera con sus perros, los que oyen estoicamente el himno, las que trafican con platos y tupers con la mejor de las sonrisas, la familia numerosa que hace del balcón una estancia multifuncional, la artista que desempolvó unas castañuelas, los que van y vienen en bici estática sobre un campo de geranios, los que se pusieron sendos cacharros en copas de balón y luego me hicieron viral, los valientes que han instalado una cabaña con cocinita para los peques, o la manquita que me invitó a arrancarme por sevillanas. Y de momento ahí siguen un día y otro, un domingo seguido de otro domingo, seguido de otro…
Y como todos los domingos, ellas siguen ahí, dando cita a las doce de la mañana todos los días. Se hacen oír más que nunca en las últimas décadas porque ni el tráfico, ni las obras, ni el trajín habitual de la ciudad las amordazan ni encadenan. Me gusta escucharlas, no ahora, sino de hace tiempo ya. Bueno, si lo pienso bien, más que escucharlas propiamente, me gusta saber que están ahí y que siguen funcionando porque me da la sensación de que representan una realidad de otra época que está llegando más lejos de lo normal en este paréntesis del siglo XXI. Al inicio del confinamiento me escribió una amiga, toda perpleja, preguntándome si era posible que las campanas que oía desde su casa fueran las de la catedral, ya que ella también vive a unos veinte minutos andando del templo. Al decirle que sí, me dijo que le recordaba a su pueblo. Y es que algo deben tener de especial, anacrónico o exótico porque cuando llaman a misa los domingos, muchos visitantes, locales y extranjeros, han levantado la vista y grabado dicho concierto.
A mí particularmente me han ayudado a descubrir que llevaba el reloj del móvil dos minutos adelantado. O saber si iba tarde por las mañanas sin la necesidad de confirmar la hora cuando llamaban a misa a las nueve y media. O controlar los tiempos durante una ruta según las escuchara. El repique de las horas me han servido también como pistoletazo de salida para las rutas de las diez de la mañana y hacer ver a mis visitantes que éramos puntuales al tiempo que se sonreían. Incluso nos han hecho callar por un momento al oírlas y preguntarnos entre la gente que nos movemos por el barrio, quién habría fallecido cuando las hemos oído “sonar a muerto”. Son veinte entre las menores y las gordas. Las hay que repican y las hay más circenses que voltean y dan espectáculo a los que las observan. Hay algo más de cinco siglos entre la más viejita, de 1495, y la más lozana, de 2005. Están decoradas, grabadas, nombradas, agrietadas, soldadas, refundidas, desgastadas y afinadas. Y, carita de rosa, ojito con la campana gorda de la catedral, que son más de tres toneladas.
A todas ellas, únicas todas, presentes aun lejanas, que en estos días se les deja oír su llamada.
[magicactionbox id=”11191036″]Guía de turismo y licenciada en Traducción e Interpretación
0 comentarios