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La historia que encierran

Puerta del Perdón de la Mezquita-Catedral

El sujeto del título de esta entrada de blog son “las puertas de la Mezquita-Catedral”. A nadie le sorprenderá si digo que en los últimos once meses ha estado más tiempo con las puertas cerradas al público que abiertas. O quizá no. No he echado las cuentas, la verdad, pero es la sensación que tengo. Como guía que se precie con síndrome de abstinencia, cuando ha sido posible, he ido más de una vez a pasearme entre sus columnas y acariciarlas, y a sentarme en los bancos del coro por puro placer y oír el silencio que ha reinado en ella en estos meses. Esta mañana he pasado junto a esta milenaria criatura monumental de camino a la biblioteca y me he acercado a sus puertas para ver si dejaban adivinar parte de lo que encierran. Alguna deja entrever en su interior sus inconfundibles arcos bicolores a pesar de la falta de iluminación. Sin embargo, lo que más me ha llamado la atención hoy al acercarme a ellas y curiosear, ha sido el olor. A pesar de la mascarilla, he podido apreciar el olor a edificio vacío. Ese olor frío, a pared, a piedra sola y abandonada, inconfundible, de las construcciones vacías y sin vida. Y entonces se me ha ocurrido una manera de cómo podría contarse parte de su propia historia. Allá va.

Hoy os contamos la historia que encierran las puertas de la Mezquita-Catedral.

Postigo de Palacio

Postigo de Palacio

Corrían los años veinte del siglo XVI cuando mi esposo llegó a casa una tarde con el rostro demudado. “Hernán, ¿qué pasa? No me asustes”, le dije yo. Lo recuerdo como si fuera ayer. “Cata”, díjome él, la única persona a la que permitía que me llamara así. Para el resto soy Catalina. “Cata, no te vas a creer lo que me ha dicho el obispo”. Por si no lo he comentado, mi esposo, Hernán Ruiz, era en aquella época el maestro mayor de la Catedral. “Dime, hombre, ¡no me tengas en ascuas!”. Y empezó a relatarme que el obispo le había confiado la idea de hacer un crucero en el centro de la catedral, como todas las demás. “Pero, Hernán, ¿un crucero cómo? ¿En el centro? ¿Y qué piensa? ¿Ponerse a quitar columnas como un loco?”, dije yo echándome a reír pensando que fuese una chanza. “Sí”, fue su parca respuesta. Viendo que aquello iba en serio, me senté junto a él y le acaricié el brazo, dándole un cariñoso apretón que venía a decir “ay, la que se nos viene encima”. Y se nos vino. ¿Cómo podría explicar yo con palabras lo apabullante de la obra? Recapitulo por si vuesas mercedes andan perdidas. Que es que resulta que la catedral de Córdoba, de donde somos nosotros, es la gran mezquita de los moros que el gran rey San Fernando, el Señor lo tenga en su gloria, conquistó tres siglos atrás y prohibió destruirla de hermosa que era, pero que se quedó así, tal cual, como iglesia para nosotros los cristianos. Alguien pensará que es raro, y ciertamente supongo que mucha razón lleva, para qué nos vamos a engañar, pero es que nosotros, en Córdoba, llevámosla viendo así toda la vida, y nos parece de lo más natural. Con sus columnas, sus arcos, sus decoraciones de oro y su inmensidad. Les quedó preciosa, al moro lo que es del moro, francamente. ¡Ah!, y sus capillas, claro, y sus retablos y su altar mayor. Que mezquita fue, sí, pero que como iglesia no le falta un perejil, ojo. Pues nada, le fue la vida en ello a mi Hernán, que en 1547 se me fue y aún no había visto ni la mitad de ese crucero terminado que el obispo Manrique le pidió. Desmontaron las columnas, que se las llevaron para no sé qué luego, y mi Hernán como una hormiguita, con sus hombres, claro, fueron levantando muros y paredes y quitando y poniendo aquí y allá. Pero yo lo que más recuerdo, cuando a veces iba con la excusa de llevarle refrigerio, era cómo después de atravesar aquellas columnas llegabas al centro de la catedral y ahí estaba el cielo. Inmenso. Como estar de repente en un patio en obras, no sé si me explico… Y yo pensaba “ y el resto sigue en pie, cuchi tú…, a quien se lo cuentes, no se lo cree”.

emblema del obispo Álvarez de Toledo en patio interior de la biblioteca provincial

Emblema del obispo Álvarez de Toledo en patio interior de la biblioteca provincial

La verdad sea dicha, que aunque fue el obispo Manrique quien orquestó todo aquello, el que se zampó aquel berenjenal, con perdón de la expresión, fue el siguiente que vino, don fray Juan Álvarez de Toledo. Si no le dio un soponcio al hombre cuando llegó y vio lo que había dejado su predecesor, poco le tuvo que faltar. El caso es que cuando mi Hernán se fue, lo sustituyó en el cargo mi grande, mi Hernancito. Qué buen hombre de provecho tuve. Orgullo de hijo. Todo el día de una ciudad para otra con sus dibujos y sus números. Madre mía, el día que me dijo que su padre no había echado bien las cuentas y que aquello se estaba viniendo abajo. Del grito que di, vino la vecina a preguntar si había pasado algo. Ay, la vida nada más pasaba. Pero mi grande lo solucionó. ¡Vaya que si lo hizo! Además le tocó trabajar con el obispo ¡que era el hermano de Felipe el Hermoso! Cómo se notaba que don Leopoldo era de los Austrias. Qué elegancia de hombre. Qué gusto. Qué refinamiento.

emblema de la lápida del obispo Reinoso en el crucero opt 1

Emblema de la lápida del obispo Reinoso en el crucero

Pero mi grande, aunque avanzó mucho, y hasta levantó tres cúpulas, tampoco lo pudo terminar. Yo tampoco vi terminado nada de aquello, pero puedo contar que mi nieto también siguió los pasos de su padre. Otro Hernán, porque no hay dos sin tres. Que ya para diferenciarlos la gente los llama Hernán Ruiz I, Hernán Ruiz II y Hernán Ruiz III, ¡ni que fuéramos reyes! Qué cosas tiene la gente… Pero mi nieto tampoco se encargó de terminar tan magna obra, aunque sí que tocó la torre, pero en eso no voy a entrar porque entonces no termino en todo el día y vuesas mercedes tendrán labores pendientes también. Total, que después de que mi grande nos dejara, todo aquel trabajo se quedó parado treinta años. ¡Treinta años, Madre del Amor Hermoso! El trabajo de mi Hernán y de mi niño abandonado a su propia ruina. Y el frío y el calor que tenía que hacer además allí, sin techo… Por eso le tengo especial respeto y estima a don Francisco, el obispo Reinoso, que en 1597, nada más llegar, lo primero que hizo fue ir a ver cómo estaba la cosa y se reanudó el trabajo. Pero otro que tampoco lo vio, aunque allí descansa desde entonces. Don Diego de Mardones fue quien lo vio concluido, en 1607. Más de ochenta años habían pasado desde que mi Hernán apareció aquella tarde con el rostro pálido como la cera con aquella nueva. Bueno, y eso que hoy tampoco hablaré del retablo mayor que aún estaba por hacer. Pero ¿saben qué sí recuerdo de aquellos años? Las seis gallinas que le daban a mi Hernán como aguinaldo y las buenas navidades que pasábamos.

Sólo puedo decir que Netflix y compañía se están perdiendo un seriazo con esto. Los pilares de mi tierra lo llamaría yo.

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