Entre los años 711 y 716 los musulmanes ocuparon gran parte de la Península Ibérica, excepto las zonas montañosas cántabras y pirenaicas, y su presencia se mantendría durante ocho siglos. Casi enseguida, Córdoba se convirtió en la capital de al-Andalus, nombre que recibe el territorio ocupado por los islamitas en la península y que dependía de la provincia de Ifriquiyya (Norte de África). Entre los años 711 y 756 el gobernador o emir de Córdoba debió sumisión al califa omeya de Damasco (periodo del Emirato Dependiente). Sin embargo, en el año 750 los omeyas fueron derrocados por los abbasíes, que se consideraban con mayor derecho a liderar al mundo islámico como sucesores del profeta Mahoma, y asesinaron a todos los miembros de la familia omeya. El único superviviente de la matanza, Abderramán I (“el emigrado”) huyó y llegó al sur de España en el 756, instaurando un emirato omeya independiente de los nuevos califas abbasíes (que establecieron su capital en Bagdad). La situación cambió en el 929, cuando Abderramán III, emir desde el 912, instauró el califato independiente. Su proclamación buscó establecer su independencia tanto frente a los abbasíes como frente al califato fatimí de Egipto. El califato (929-1031) supuso la época de mayor esplendor de su capital, Córdoba, en los terrenos político, económico, demográfico y cultural.
Políticamente, Abderramán III y su hijo y sucesor Alhaken II consiguieron afirmar no sólo su independencia frente a los califatos orientales, sino frente a los reinos cristianos del norte peninsular, manteniendo la mayor parte del territorio de la Península en su poder, pese a los avances cristianos en la Reconquista. Una vez muerto Alhaken, en el año 976, asumió el trono un niño de corta edad, Hisham II, que fue dominado por el dictador Almanzor y sus hijos. A pesar de la suplantación del poder califal efectivo, Almanzor mantuvo a raya los avances cristianos en la Reconquista. La estabilidad del califato se mantuvo hasta el año 1010, en que estalló la guerra civil (fitna) por apoderarse del trono entre los partidarios del califa legítimo y distintos usurpadores. El califato siguió existiendo oficialmente hasta el 1031, año, en que fue abolido dando lugar a la fragmentación del estado omeya en multitud de reinos conocidos como “taifas”.
La economía del Califato se basó en una considerable capacidad económica – fundamentada en un comercio muy importante-, una industria artesana muy desarrollada y unas técnicas agrícolas mucho más desarrolladas que en cualquier otra parte de Europa. Basaba su economía en la moneda, cuya acuñación tuvo un papel fundamental en su esplendor financiero. La moneda de oro cordobesa se convirtió en la más importante de la época, siendo probablemente imitada por el Imperio Carolingio. Así, el Califato fue la primera economía comercial y urbana de Europa tras la desaparición del Imperio Romano.
Demográficamente, Córdoba, “la Perla de Occidente” se convirtió en la más importante capital del mundo desde el Imperio Romano, por encima de las capitales de otros Estados europeos–alcanzó los 250.000 habitantes en 935 y los 450.000 en el año 1000, aunque algunos historiadores hablan de 1.000.000 de habitantes–, además de ser un centro financiero, cultural, artístico y comercial de primer orden.
Por último, el desarrollo cultural de Córdoba adquirió una enorme importancia en la época, una edad de oro, sobre todo tras la llegada al poder del Califa Alhaken II a quien se atribuye la fundación de una biblioteca que habría alcanzado los 400.000 volúmenes. Quizás ello provocó la asunción de postulados de la filosofía clásica -tanto griega como latina- por parte de intelectuales de la época como fueron Ibn Masarra, Aben Tofain, Averroes y el judío Maimónides, aunque los pensadores destacaron, sobre todo, en medicina, filosofía, matemáticas y astronomía.
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Texto: Jesús Pijuán.
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