Hay que remontarse a tiempos muy tempranos para poder hablar sobre los primeros judíos que habitaron en la Península Ibérica. Dicen los historiadores que los primeros llegaron en torno al siglo X a.C. a bordo de las naves fenicias que se dirigían a Tharsis (Tartessos), ubicada en la desembocadura de los ríos Tinto y Odiel, lugar donde era abundante el cobre.
Algunas de las embarcaciones de esta expedición se dirigieron hacia la desembocadura del Guadalquivir, remontando el río hasta el actual emplazamiento de la ciudad, donde habitaban entonces los ibero-turdetanos. Se piensa que los judíos se quedaron ya en la zona, mientras que la expedición fenicia regresó a su punto de destino. Cuando Claudio Marcelo funda la Córdoba Romana, junto al poblado ibero-turdetano, los judíos ya estaban emplazados aquí desde mucho tiempo atrás.
La población hebraica fue creciendo poco a poco, viéndose acrecentada notablemente a raíz de la destrucción de Jerusalén y su Templo a manos de Tito y sus tropas hacia el año 70. Si bien hay que tener en cuenta la dura represión en Judea impuesta por Adriano, lo que produjo, si cabe, una mayor emigración a otras zonas, como por ejemplo, a Córdoba.
En tiempos de ocupación romana los judíos eran libres de practicar su religión, incluso liberados de aquellos deberes que eran incompatibles con el ejercicio de su fe, tales como los ritos de culto al Emperador; o lo que es lo mismo, podría decirse que el pueblo judío era protegido de alguna manera por el Estado Romano. Los judíos, por otro lado, se dividían en comunidades, las cuales se administraban así mismas, incluso contando con una jurisdicción propia.
Este período de tranquilidad que supuso la dominación romana se vio truncado con la invasión de los pueblos del norte, caso de los visigodos. Los primeros años del siglo VII fueron difíciles, llegándose a promulgar edictos de expulsión para quienes no aceptaran el cristianismo. Pero apareció la figura de San Isidoro de Sevilla quien, en el IV Concilio de Toledo, celebrado en el año 633, prohibió presionar a los judíos con medidas violentas para que se convirtieran al cristianismo.
El problema de las medidas opresoras es que, tarde o temprano, se vuelven contra el que oprime, o al menos en la mayoría de los casos, y es lo que pasó, ya que los judíos vieron hasta con buenos ojos la invasión de la península por parte de los musulmanes, a quienes incluso ayudaron. Los musulmanes permitieron a éstos practicar su religión e incluso el comercio, por lo que muchos de ellos se asentaron en los propios zocos, otros se dedicaron a las finanzas, incluso hubo encargados de proveer al Gran Mercado de Córdoba. Ocuparon puestos de gran importancia en la sociedad del momento, caso de administrar las rentas del Tesoro Público, o incluso cargos significativos en la Corte Omeya. Los judíos de la España musulmana adoptaron la lengua árabe al mismo tiempo que el romance, con la que se expresaban.
La judería en época musulmana estaba a extramuros, al Norte, ocupando lo que hoy día es el Campo de la Merced y parte del Barrio de Santa Marina. Durante el Califato Omeya alcanza un gran auge debido a la continua llegada de mercaderes, en su mayoría, provenientes de Oriente Medio. Ésta judería sería destruida por los Almohades en 1148 cuando éstos ocupan la ciudad.
Tras la llegada de Fernando III el Santo en 1236, y hasta su expulsión, decretada por los Reyes Católicos en 1492, los judíos ocuparon la zona comprendida entre la Calle del Arquillo, el Alcázar Omeya y el Muro Este de la Medina, es decir, lo que hoy día conocemos por la judería, ya que en cierta forma se ha conservado. Sus calles eran estrechas y sinuosas, con casas de una o dos plantas dispuestas en torno a una plaza, con su propia Sinagoga, un mercado y hasta un cementerio.
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Texto: J.A.S.C.
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