
Cuando Historia y Política se mezclan cualquier cosa puede pasar. Puede parecernos una afirmación totalmente contemporánea sin embargo es casi tan antigua como el mismo hombre. Pero no nos vamos a ir tan lejos.
Augusto falleció en el año 14 de nuestra era y con él moría el primer emperador de Roma. Aunque ya en vida se habían dado algunos pasos -divinizó a su padre adoptivo, Julio César-, tras su muerte ocurrió algo que era muy habitual en el oriente del Mediterráneo pero que en Roma nunca había sucedido: su divinización. El Senado decretó que había pasado a formar parte de los dioses; se había convertido en un divus y, como tal, necesitaba un lugar y unos sacerdotes para rendirle culto. Por todos los rincones del mundo romanizado comenzaron a extenderse historias de cómo, durante la ceremonia religiosa –consecratio– el alma de Augusto ascendió a los cielos en forma de águila ante la estupefacción de los ciudadanos asistentes al acto. Cuando el emperador -o miembros de su familia- había sido bueno era divinizado. Claudio, Vespasiano o Trajano también lo fueron.
Así comienza, grosso modo, el “culto imperial”, la religión oficial del Imperio romano. Un culto en el que la religión y la política iban de la mano. Hacer sacrificios rituales, rezar o rendir pleitesía no sólo eran gestos de carácter religioso; significaba apoyar de forma directa el régimen imperial y todo su aparato político.
Un acontecimiento tan importante se tradujo en un aparato propagandístico e iconográfico sin precedentes: monedas, edificios conmemorativos, estatuas y, sobre todo, templos. Roma siempre fue el espejo en el que mirarse y, entre el siglo I y el IV, los foros imperiales se fueron llenando de templos dedicados a César, Vespasiano o Trajano. Igual ocurrió con las principales ciudades de Imperio. Como capital de la Bética, Córdoba no fue una excepción. El llamado templo de la calle Claudio Marcelo fue, en su momento, un templo de culto imperial dedicado, según la mayor parte de especialistas, al Divus Claudius; es decir, al emperador Claudio.

Imagen: http://www.cordobaromana.com/historia/imperial/imperial-informacion-completa/
Ya sabemos que cuando los emperadores habían sido buenos ganaban la gloria. Pero, ¿qué ocurría cuando habían sido malos? Cuando se consideraba que un emperador no era digno de la categoría de Roma; cuando su gestión había sido tan nefasta que todos se avergonzaban de que alguna vez hubiera dirigido los destinos del Imperio, el Senado decretaba la damnatio memoriae; el, literalmente, borrado de la memoria. Su nombre era borrado de inscripciones, sus monedas sacadas de la circulación o retalladas y sus esculturas destruidas o reutilizadas.
En Córdoba tenemos dos evidencias epigráficas de este borrado de la memoria. Domiciano, a finales del siglo I fue un emperador nefasto. Durante su gobierno se construyó el segundo acueducto de la ciudad. Conservamos la placa conmemorativa de dicha infraestructura con el nombre Domiciano picado para que no se pudiera leer. Casi 150 años después, en el entorno de la actual calle Málaga debió haber un templo dedicado a la diosa Cibeles. Allí, se colocaron varios altares para realizar sacrificios rituales durante el reinado de Alejandro Severo (222-235). De nuevo, al igual que en el caso anterior, su nombre fue tachado.
Como pueden observar, en Córdoba, algunos de los grandes hombres de Roma quedaron para siempre en el recuerdo a través de los templos; sin embargo, otros cayeron relegados en el olvido.
[magicactionbox id=”11191036″]
0 comentarios