Desde antes incluso de su nacimiento, la vida de los romanos estaba marcada por el Destino, los dioses y seres ancestrales cuyo origen se remontaba al inicio de los tiempos. Cada paso importante en el discurrir diario se ponía en manos de sacerdotes, hechiceros o pitonisos. Era, por lo tanto, una sociedad muy supersticiosa en la que los rituales (públicos o privados) estaban a la orden del día. Teniendo en cuenta este aspecto, todo lo relativo al mundo de la muerte estaba lleno de ceremonias para evitar que los fantasmas u otros seres del inframundo retornaran a la tierra; sentían auténtico pavor ante la posibilidad de que los espíritus de almas atormentadas los persiguieran en vida. Hasta nuestros días nos han llegado testimonios de muy diversa índole sobre la relación existente entre el mundo de los vivos y el de los muertos.
Los espíritus de aquellos que no habían recibido sepultura, o no habían recibido el ritual funerario adecuado eran unos de los que más se aparecían para reclamar aquello a lo que tenían derecho.
La vida de los romanos estaba marcada por el Destino, los dioses y seres ancestrales.
Plinio el Joven nos cuenta la historia de una gran casa en Atenas en la que, por las noches, se aparecía un fantasma: “En el silencio de la noche se oía un sonido metálico; poniendo oído se sentía resonar un ruido de cadenas primero lejanas, después más cerca. A poco aparecía un espectro; se trataba de un viejo de una delgadez extrema, andrajoso, con una larga barba descuidada y cabellos hirsutos. Portaba cadenas en los pies y en las manos hierros que hacía sonar”. Cuando uno de los dueños de la casa descubrió el lugar donde se encontraban los restos mortales de un hombre, mandó que se les diera sepultura y, nunca más, volvió a aparecerse ningún fantasma.
Los espíritus de los niños, muertos antes de tiempo, eran especialmente temidos, pues se aparecían por las noches una y otra vez. Destaca la historia de un niño que, ante el riesgo de morir durante un ritual, amenazó a los presentes con estos términos: “apareceré, muerto a vuestras manos, como Furor el nocturno, sombra que os arañe con sus corvas uñas, porque tal pueden los Manes; me sentaré sobre vuestro inquieto pecho y os traeré insomne pavor”.
Como estamos viendo, el escenario favorito de este tipo de seres eran las casas. Uno de los más temidos eran los lémures, almas errantes de antepasados que se aparecían durante las noches en forma de bestias salvajes con grandes ojos redondeados. Según el calendario romano, los días 9, 11 y 13 de mayo, los lémures salían de sus tumbas y vagaban por las casas buscando comida y bebida y hostigando con rencor a sus familiares vivos. Una clara muestra del miedo que sentían los romanos a estas criaturas es que durante esos días los templos permanecían cerrados y no se celebraban matrimonios (los que tenían lugar en esas fechas estaban “condenados” a durar muy poco”. Debido a este exorcismo anual de los espíritus nocivos de los muertos, todo el mes de mayo se hizo de mala suerte para los matrimonios, de ahí el proverbio antiguo “solo la mujer mala se casa en el mes de mayo”.
Para espantar a los lémures, se realizaban rituales públicos y privados. De los primeros nada sabemos, pero los segundos los conocemos bien gracias a Ovidio: A media noche, con la casa en silencio, el pater familiae se levantaba de la cama, se lavaba las manos y, descalzo, se dirigía al patio donde cogía un puñado de habas negras y las arrojaba de espaldas diciendo “Yo arrojo estas habas, y con ellas me salvo yo y los míos”. Este ritual lo repetía, sin volverse, nueve veces. Después, hacía sonar un bronce e invitaba a las sombras de los antepasados a alejarse de su hogar: “Salid, Manes de mis padres”; de nuevo, en nueve ocasiones. Cuando acababa se consideraba que el conjuro había tenido éxito.
Los lémures eran considerados almas errantes de antepasados que se aparecían durante las noches.
Al igual que muchas festividades del calendario pagano, las Lemuria fueron “cristianizadas”. Así, el 13 de mayo del año 609 (o 610), el papa Bonifacio IV consagró el Panteón en Roma a la Santísima Virgen y a todos los mártires. La fiesta de la dedicatio Sanctae Mariae ad Martyres se ha celebrado en Roma desde entonces.
No podemos dejar de imaginar a las miles de familias que vivieron en nuestra Córdoba hace más de dos mil años, aterradas por los fantasmas de sus antepasados, realizando, este ritual para alejar a los lémures de sus hogares. Ya vivieran en algunas de las grandes domus (casas), excavadas parcialmente en la ciudad, como la de la plaza de la Corredera, o en humildes viviendas, en estas noches, el cabeza de familia expulsaría a fantasmas de sus hogares. “Salid, Manes de mis padres”. Yo, por si acaso, tendré unas cuantas habas negras a mano…
Gran explicación del tema de las supersticiones romanas, que no dejan de ser las nuestras. Por mi parte, seguiré pendiente de tus publicaciones.