En entradas anteriores ya hemos hecho referencia a materiales y artesanías que nos han hecho famosos o que merecen nuestra admiración por duraderos contra todo pronóstico. En primer lugar mencionamos el cuero, materia de la que se ha servido el ser humano desde los tiempos más antiguos desde el uso de pieles para abrigarnos hasta llegar a tratarlo y elaborar productos manufacturados. Seguidamente hicimos mención a la plata y toda la tradición que no es ajena a muchos hogares cordobeses. Como no hay dos sin tres, el vidrio hizo su aparición y vimos que, a pesar de no parecer un material precioso ni resistente, piezas excepcionales han surcado los siglos y aún tenemos la suerte de admirar.Para esta cuarta entrega, nos vamos a centrar en un material cuyo nombre es sinónimo de lujo, exclusividad o refinamiento: marfil. Una vez más vamos a acudir al diccionario para ponernos en contexto. Su primera acepción es “materia dura, compacta y blanca de la que están formados los dientes de los mamíferos, cubierta por el esmalte en la corona y por el cemento en la raíz.”. Como vemos, no se hace referencia al elefante en esta primera definición, y, de hecho, esto hace que haya objetos que se identifiquen como marfil pero que sean de origen bovino o equino. Deducimos con ello que, junto con las pieles, los huesos de los animales (dientes o no) fueron los elementos que tuvimos más a mano para los primeros utensilios y que acabaron siendo la materia prima para la elaboración de agujas, puntas de flecha, empuñaduras o collares. Y así como no todas las pieles son de la misma calidad, tampoco todos los huesos los son, y finalmente acabarán entrando en escena los colmillos de elefante, lo que a día de hoy identificamos como marfil (del árabe hispánico aẓm alfil, ‘hueso de elefante’), desde siempre considerado producto exótico, caro y de gran calidad.
Teniendo en cuenta sus características, si comparamos el marfil con los materiales anteriormente tratados, vemos que no es reciclable como el vidrio o la plata, de los que podemos producir nuevos objetos a partir de su fundición, y aunque delicado, nunca lo será como el vidrio y en cualquier caso, siempre será más resistente durante siglos que una pieza de cuero. No es que este hecho haga del marfil el material definitivo superior a los demás pero sí que hace que sin demasiados cuidados, podamos observar a día de hoy una pieza con los mismos detalles y el mismo estado de conservación con los que lo disfrutó su propietario hace siglos. Y en Córdoba, como no podía ser de otra manera, aún existen algunas piezas emblemáticas.
Si hay una pieza representativa de la eboraria en Córdoba, sobre todo para nuestros lectores más fieles, es el célebre Crucificado de autor anónimo que podemos observar en el Tesoro de la Catedral y del que ya habló Saray el pasado mes de junio, aunque no por ello pierda importancia o deje de fascinar el realismo de su talla. De dicha imagen, me quedo con mi detalle favorito: la delicada cuerda de la que se aprecia el entramado y gracias a la que se mantiene el delicado paño de pureza como si acaso pudiera deslizarse en cualquier momento. Vayamos sin embargo por un momento al Museo Arqueológico y entre capiteles, esculturas y demás utensilios, asomémonos a una pequeña vitrina donde veremos un fragmento de peine decorado con un jinete y hallado en Montoro, en el llamado Llanete de los Moros, y que data del Bronce Final (1000 y 600 años a.C.).
Sin embargo, si hacemos referencia a refinamiento, lujo y elegancia, no podemos olvidarnos de la corte exquisita y distinguida que poblaba las estancias de la resplandeciente Medina Azahara y que agasajaban a sus invitados con regalos nunca vistos antes, como cuando Abderrahman III, según la crónica de Ibn Hayyan, regaló vestidos a Muhammad b. Jazar personalizándolos mandando bordar en ellos el nombre de su invitado. Y entre armas, tejidos suntuarios de origen local o importado, piedras preciosas, oro y plata, vasijas y estandartes, también había hueco para agua de rosas, perfúmenes, incienso y sándalo cuyos contenedores eran también preciosas y delicadas cajas de marfil que por sí mismas ya eran un preciado obsequio. De esas cajitas, píxides o arquetas de aquella majestuosa época y fruto de los talleres califales, sepan ustedes, que está el mundo lleno, y que son embajadoras de nuestra tierra y de nuestra historia desde Valencia hasta el Monasterio de Leyre pasando por el Louvre y el Victoria and Albert Museum de Londres.
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